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HopulenZia

2018

La “opulencia” no es solo una palabra, es una manifestación estética, una exhibición de lo abundante y lo excesivo que se erige como un símbolo de poder y fortuna material. Es un sinónimo de sobreabundancia, exuberancia y lujo, pero en el contexto de la sociedad venezolana se convierte en un reflejo distorsionado de lo que alguna vez fue una aspiración y ahora es una parodia. Este concepto, que tradicionalmente implica plenitud y riqueza, se enmarca en una realidad donde las categorías sociales trazadas por economistas y sociólogos no son suficientes para captar la paradoja que emerge de las calles: una sociedad que, aun sumida en la escasez, la insuficiencia y la miseria, intenta mantener una fachada de ostentación.

La Venezuela de hoy vive en una contradicción perpetua, donde la opulencia no se abandona, sino que se pervierte. No se trata de toda la sociedad, pero un segmento considerable se asfixia en un mar de simulacros y apariencias, tambaleándose entre deudas y pretensiones que, para unos, es simplemente la perpetuación de una lucha por la supervivencia; y para otros, un despliegue de valores endebles sobre una riqueza corrupta.

Aquí es donde la opulencia se disfraza de autoimposición, donde lo “opulento” es una obligación social más que una realidad económica. En este escenario, surge una estética ambigua, un conjunto de símbolos que evocan momentos de esplendor ahora lejanos, y acciones desesperadas que resultan de un abandono paulatino de lo material y de lo comunitario.

Se trata de una **HopulenZia** tambaleante, un fenómeno fragmentado en los restos de lo que alguna vez fue sólido, una deconstrucción que adapta la forma al exceso, ya sea auténtico o forzado. La exageración deviene en lenguaje, el lenguaje se transforma en caricatura, y la caricatura refleja la realidad de un venezolano del siglo XXI, moldeado no por la ética sino por alianzas estratégicas, amistades útiles, y una red de relaciones que sostienen una ilusión de estabilidad.

El hombre venezolano contemporáneo es un ser creado a partir de valores erosionados y vínculos con el poder, relaciones con "hermanos del alma" que permiten sortear obstáculos. La moralidad cede ante la pragmática de las conexiones, y la opulencia se alimenta de una ostentación simbólica: el mobiliario recargado de texturas clásicas y modernas que, en su desgaste, revela las grietas de lo cotidiano. Es una escenografía que habla de herencias ambiguas, de historias solapadas y de necesidades resueltas a través de la ironía. Aquí, el lujo no es más que una capa superficial que oculta la verdadera precariedad, un juego estético en el que la sociedad se debate entre lo real y lo ilusorio, entre la riqueza simulada y la miseria tangible.

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